El último día que estuve en Venecia me quedé melancolicamente emocionada. Ahí estábamos, una tarde cualquiera (de esos en los que nosotros solemos pasear por un centro comercial o por una calle cualquiera de nuestro barrio), al pie del puente Rialto, sentados en unos escalones junto al Gran Canal, viendo pasar a los gondelores con su “O solo mio”, contemplando los cafes, la gente, los turistas, los callejones que lo rodean, sus colores, y escuchando alguna música que provenía de algún rincón… Los vaporettos se llenaban de familias que salían a dar un paseo, de gente que volvía de trabajar, o de niños que volvían de la escuela con sus mochilas. Pensaba “Qué bonito lugar al que volver otro día, otro momento”…
Y es que conforme pasas tiempo allí, Venecia se va volviendo más mágica ante tus ojos, más especial, más extraña y más tuya a la vez. Pero melancólicamente me tenía que despedir de ella, porque no sabía si ese otro “día” que volvería la seguiría viendo igual, si seguirían los cafes y el mercado medio inundado al pie del Gran Canal, o si ya se habría inundado por completo. Y es que Venecia se está hundiendo, como lleva haciendolo desde hace muchos años, pero ahora a un ritmo más trepidante. El turismo, la industria, el cambio climático, afecta allí a pasos muy agigantados, tal vez al ritmo en que se verá afectado el resto del planeta en un tiempo. Y quizá entonces sea tarde para volver a visitar esos sitios, o tan siquiera para visitar por primera vez esos lugares a los que algún día hemos soñado ir.